jueves, 25 de agosto de 2011

Intertextualidad con Quevedo

EL REINO DEL LECTOR

A Juan Manuel Rozas, In memoriam

Em trob amb mi, tot sol, i això em conforta

J.V. FOIX

Escucho con mis ojos a los muertos.

Arrebujado en mi sillón, de espaldas a un otoño

que muerde con avidez las dalias y la noche,

dialogo con fantasmas, sobre un fondo de vida,

de lo que fue excrecencia de su vida.

El aire no es el mismo, pero puedo pensar

un aire más cercano, con un sol que no quema,

aunque su fuego aún arda para mí.

Una memoria intacta,

con sus silencios y vacilaciones,

reproduce un paisaje que jamás transité.

Me reconozco en todos sus caminos,

en sus piedras inscritas donde el musgo me dice

“bienvenido al hogar; nunca fuiste extranjero”.

Su voz llega a mis ojos con las alas abiertas,

desde el profundo sueño de los siglos,

me ofrece el tacto de una piel, (respira

muy despacio en mi oído); como un agua que fluye,

habla de cosas que comprendo,

de un invierno sin luz,

del olor de los pinos una tarde de julio,

mientras dos cuerpos yacen sobre la maleza,

y alguien, sólo un rumor, mira las cúpulas

buscando un centro que esté fuera, que

inspire, al menos, cierta claridad.

Empapado de lluvia,

diciembre mueve las cortinas.

Hasta mis manos llega su estertor.

Los muertos, sin embargo, conversan impasibles.

Hechos de olvido, ignoran el olvido.

Hablan, no de la muerte,

sino de cosas simples, de pasión, de un lugar

donde aprendo el oficio de estar solo.

JENARO TALÉNS

DESDE LA TORRE

Retirado en la paz de estos desiertos,

con pocos, pero doctos libros juntos,

vivo en conversación con los difuntos

y escucho con mis ojos a los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos,

o enmiendan, o fecundan mis asuntos;

y en músicos callados contrapuntos

al sueño de la vida hablan despiertos.

Las grandes almas que la muerte ausenta,

de injurias de los años, vengadora,

libra, ¡oh gran don Iosef!, docta la emprenta.

En fuga irrevocable huye la hora;

pero aquélla el mejor cálculo cuenta

que en la lección y estudios nos mejora.

FRANCISCO DE QUEVEDO

NOCTURNO ESPAÑOL

Miré los muros de la patria mía...

QUEVEDO

Ira, sostenme, pena, dame altura.

Que no haya horror que al hombre vuelva manso,

miedo que ponga grillos

a la sangre, ya diente y mordedura,

para llorar, para gritar cuchillos

por tanta noche y muerte sin descanso.

Porque, en verdad, allí nadie reposa,

nadie cierra la luz sin que despierte

viendo al alba otra cosa

que el calculado rostro de la muerte.

No valen ya la angustia ni el espanto,

las sombras, las condenas,

ni los inacabables

ríos en turbia pleamar de llanto;

no sirven las cadenas

de tantos lentos días miserables,

ni la inocencia vida,

la heroica flor sin sueño trastornada,

para que despiadada y consentida

allí la muerte reine coronada.

Niños que apenas fueron resplandores

hoy sostienen su trono. En un castillo,

ojos difuntos son los veladores,

y un viento en las almenas amarillo.

Un insaciable filo ensangrentado

marca una oscura danza fatigosa

que ejecutan panteras militares.

Su corazón no es ya ni un pozo helado,

es una inmensa fosa,

un mar ansioso de enterrar los mares.

Todo es nocturno allí, todo está herido,

todo allí sin banderas

de luto, es allí todo desamparo.

El pecho insomne yerra perseguido,

lo negro es lo más claro,

las horas más alegres, las postreras,

y el eco más feliz el de un disparo.

Como nunca amanece, es la mañana

una secreta luz desconocida,

tal vez un sueño en traje de paloma,

que una mano en los huesos agusana.

Todo es allí redoble de campana,

todo cueva y guarida

de pálida carcoma

que urde obstinadamente su destino.

Allí todo es estrago,

todo un tembladeral de jaramago,

todo tumbas abriéndose camino.

Me acosa un humo fúnebre, me puebla

los ojos un crepúsculo de ausentes,

me inunda el pensamiento

una mar numerosa de tiniebla,

un batido oleaje ceniciento

de gentes y de gentes y de gentes.

Fallece el sol, se entierra la alegría.

Los desaparecidos más oscuros

oigo entre tanta noche de agonía,

y muertos sobre el mar miro los muros,

los tristes muros de la patria mía.

RAFAEL ALBERTI, Signos del día (1945-1955), 1961.

LA GUERRA

De pronto, el aire

se abatió, encendido,

cayó como una espada,

sobre a tierra. ¡Oh, sí,

recuerdo los clamores!

Entre el humo y la sangre,

miré los muros

de la patria mía,

como ciego miré,

por todas partes,

buscando un pecho,

una palabra, algo

donde esconder el llanto.

Y encontré sólo muerte,

Ruina y muerte

Bajo el cielo vacío.

JOSÉ AGUSTÍN GOYTISOLO, Claridad, 1961.

SALMO XVII

Miré los muros de la patria mía,

si un tiempo fuertes, ya desmoronados,

de la carrera de la edad cansados,

por quien caduca ya su valentía.

Salíme al campo: vi que el sol bebía

los arroyos del yelo desatados,

y el monte quejosos los ganados,

que con sombras hurtó su luz al día.

Entré en mi casa; vi que, amancillada,

de anciana habitación era despojos;

mi báculo, más corvo y menos fuerte;

vencida de la edad sentí mi espada,

Y no hallé cosa en que poner los ojos

que no fuese recuerdo de la muerte.

FRANCISCO DE QUEVEDO

ARS VIVENDI

Presentes sucesiones de difuntos

QUEVEDO

Pasa el tiempo y suspiro porque paso,

Aunque yo quede en mí, que sabe y cuenta.

Y no con el reloj, su marcha lenta

-Nunca es la mía- bajo el cielo raso.

Calculo, sé, suspiro –no soy caso

De excepción- y a esta altura, los setenta,

Mi afán del día no se desalienta,

A pesar de ser frágil lo que amaso.

Ay, Dios mío, me sé mortal de veras,

Pero mortalidad no es el instante

Que al fin me privará de mi corriente.

Estas horas no son las postrimeras,

Y mientras haya vida por delante,

Serán mis sucesiones de viviente.

JORGE GUILLÉN

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