Salió la luna; la enorme ciudad, con sus fachadas blancas, dormía en silencio; en los
balcones centrales, encima del portón, pintado de azul, brillaban los geranios; las rejas, con
sus cruces, daban la impresión de romanticismo y de misterio, de tapadas y escapatorias de
convento; por encima de alguna tapia, brillante de blancura como un témpano de nieve, caja
una guirnalda de hiedra negra, y todo el pueblo, grande, desierto, silencioso, bañado con la
suave claridad de la luna, parecía un inmenso sepulcro.
“Andrés contemplaba el pueblo, dormido bajo la luz del sol y los crepúsculos
esplendorosos.
A lo lejos se veía el mar, una mancha alargada de un verde pálido, separada en línea
recta y clara del cielo, de color algo lechoso en el horizonte.
En aquel barrio antiguo, las casas próximas eran de gran tamaño; sus paredes se
hallaban desconchadas; los tejados, cubiertos de musgos verdes y rojos, con matas en los
aleros de jaramagos amarillentos.
Se veían casas blancas, azules, rosadas, con sus terrados y azoteas; en las cercas de los
terrados se sostenían barreños con tierra, en donde las chumberas y las pitas extendían sus
rígidas y anchas paletas; en alguna de aquellas azoteas se veían montones de calabazas
surcadas y ventrudas y de otras redondas y lisas.
Los palomares se levantaban como grandes jaulones ennegrecidos. En el terrado
próximo de una casa, sin duda abandonada, se veían rollos de esteras, montones de cuerdas de
estropajo, cacharros rotos esparcidos por el suelo; en otra azotea aparecía un pavo real que
andaba suelto por el tejado y daba unos gritos agudos y desagradables.
Por encima de las terrazas y tejados aparecían las torres del pueblo: el Miquelete,
rechoncho y fuerte; el cimborrio de la catedral, aéreo y delicado, y luego, aquí y allá, una serie
de torrecillas, casi todas cubiertas de tejados azules y blancos que brillaban con centelleantes
reflejos.
Andrés contemplaba aquel pueblo, casi para él desconocido, y hacia mil cábalas
caprichosas acerca de la vida de sus habitantes. Veía abajo esta calle, esta rendija sinuosa,
estrecha, entre dos filas de caserones. El sol, que a mediodía la cortaba en una zona de sombra
y otra de luz, iba a medida que avanzaba la tarde escalando las casas hasta brillar en los
cristales de las buhardillas y en los luceros, y desaparecer.
En la primavera, las golondrinas y los vencejos trazaban círculos caprichosos en el
aire, lanzando gritos agudos. Andrés las seguía con la vista. Al anochecer se retiraban.
Entonces pasaban algunos mochuelos y gavilanes. Venus comenzaba a brillar con más fuerza,
y aparecía Júpiter. En la calle, un farol de gas parpadeaba triste y soñoliento...
Andrés bajaba a cenar, y muchas veces, por la noche, volvía de nuevo a la azotea, a
contemplar las estrellas.
Esta contemplación nocturna le producía como un flujo de pensamientos
perturbadores. La imaginación se lanzaba a la carrera a galopar por los campos de la fantasía.
Muchas veces, el pensar en las fuerzas de la Naturaleza, en todos los gérmenes de la tierra, del
aire y del agua, desarroilándose en medio de la noche, le producía vértigo.
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