lunes, 22 de agosto de 2011

Texto: San Manuel Bueno, mártir, Miguel de Unamuno, 1933

Ahora que el obispo de la diócesis de Renada, a la que pertenece esta mi querida aldea
de Valverde de Lucerna, anda, a lo que se dice, promoviendo el proceso para la beatificación
de nuestro don Manuel, o, mejor, San Manuel Bueno, que fue en ésta párroco, quiero dejar
aquí consignado, a modo de confesión y sólo Dios sabe, que no yo, con qué destino, todo lo
que sé y recuerdo de aquel varón matriarcal que llenó toda la más entrañable vida de mi alma,
que fue mi verdadero padre espiritual, el padre de mi espíritu, del mío, el de Ángela
Carballino.
Al otro, a mi padre carnal y temporal, apenas si le conocí, pues se me murió siendo yo
muy niña. Sé que había llegado de forastero a nuestra Valverde de Lucerna, que aquí arraigó
al casarse con mi madre. Trajo consigo unos cuantos libros, el Quijote, obras de teatro clásico,
algunas novelas, historias, el Bertoldo, todo revuelto, y de esos libros, los únicos casi que
había en toda la aldea, devoré yo ensueños siendo niña. Mi buena madre apenas si me contaba
hechos o dichos de mi padre. Los de don Manuel, a quien, como todo el pueblo, adoraba, de
quien estaba enamorada -claro que castísimamente-, le habían borrado el recuerdo de los de su
marido. A quien encomendaba a Dios, y fervorosamente, cada día al rezar el rosario.
De nuestro don Manuel me acuerdo como si fuese de cosa de ayer, siendo yo niña, a
mis diez años, antes que me llevaran al colegio de religiosas de la ciudad catedralicia de
Renada. Tendría él, nuestro santo, entonces unos treinta y siete años. Era alto, delgado,
erguido, llevaba la cabeza como nuestra Peña del Buitre lleva su cresta, y había en sus ojos
toda la hondura azul de nuestro lago. Se llevaba las miradas de todos, y tras ellas los
corazones, y él, al mirarnos, parecía, traspasando la carne como un cristal, mirarnos al
corazón. Todos le queríamos, pero sobre todo los niños. ¡Qué cosas nos decía! Eran cosas, no
palabras. Empézaba el pueblo a olerle la santidad; se sentía lleno y embriagado de su aroma.
Entonces fue cuando mi hermano Lázaro, que estaba en América, de donde nos mandaba
- regu1armente dinero, con que vivíamos con decorosa holgura, hizo que mi madre me
mandase al colegio de religiosas a que se completara, fuera de la aldea, mi educación, y esto
aunque a él, a Lázaro, no le hiciesen mucha gracia las monjas. «Pero como ahí -nos eséribíano
hay hasta ahora, que yo sepa, colegios laicos y progresivos, y menos para señoritas, hay
que atenerse a lo que haya. Lo importante es que Angelita se pula y que no siga entre esas
zafias aldeanas.» Y entré en el colegio pensando en un principio hacerme en él maestra; pero
luego se me atragantó la pedagogía.

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